La violencia importada que amenaza nuestras calles

La reciente y brutal agresión sufrida por un adolescente frente a la discoteca Titus de Badalona —a manos de un grupo de jóvenes, dos de ellos ya detenidos por los Mossos d’Esquadra— no puede ni debe pasar como un suceso más en la crónica negra de nuestro país. No es una simple pelea juvenil, ni un hecho aislado. Es una muestra clara de un problema estructural que nuestras autoridades y buena parte de la sociedad se niegan sistemáticamente a afrontar: el creciente impacto de ciertas bolsas de delincuencia protagonizadas por menores extranjeros no acompañados o jóvenes de origen inmigrante.

Los hechos son tan graves como claros. Una paliza salvaje, a traición, sin provocación, contra un menor que salía de una discoteca. Le rompieron la mandíbula, le arrancaron cuatro dientes, y fue necesario operarlo con placas de titanio y catorce tornillos en la boca. ¿El móvil? Ninguno más que la violencia gratuita, la impunidad y una percepción generalizada entre ciertos grupos de que la ley no se aplica con la misma firmeza para todos.

La madre de la víctima, con un dolor imposible de imaginar, ha sido la voz que ha roto el silencio y la autocensura. Ha puesto nombre, rostro y origen a los agresores. Y lo cierto es que no es la primera vez que ciudadanos de origen magrebí protagonizan este tipo de hechos violentos en Badalona y otras zonas de Cataluña. Se trata de jóvenes que frecuentan entornos como el polígono industrial de Can Ribó no para divertirse, sino para robar, intimidar y, cuando lo consideran oportuno, agredir.

Pero decir esto —seamos claros— ya es en sí un acto de valentía. Porque vivimos en una sociedad en la que cualquier crítica a los efectos negativos de la inmigración descontrolada se tilda de racista, xenófoba o insolidaria. Mientras tanto, son las familias españolas, como la del joven agredido, quienes sufren las consecuencias de unas políticas buenistas y de una justicia que, por ahora, ni contempla el ingreso en un centro cerrado de estos dos delincuentes, pese a la gravedad de los hechos.

No se trata de criminalizar a todo un colectivo. Eso sería tan injusto como ineficaz. Pero tampoco podemos seguir ignorando que hay un patrón de violencia repetido que no aparece por generación espontánea. Si no se exige integración real, respeto a nuestras normas y consecuencias claras por los delitos cometidos —especialmente cuando se trata de menores—, entonces lo que se está incentivando es precisamente el comportamiento contrario: la reincidencia, la falta de respeto a la autoridad y el desprecio por la vida de los demás.

Frente a ello, necesitamos una respuesta firme del Estado. No más paños calientes. No más excusas ideológicas. La justicia debe ser igual para todos, pero también efectiva y ejemplar. Y si la Fiscalía de Menores no considera oportuno un ingreso en régimen cerrado tras una agresión como esta, entonces habrá que revisar seriamente el sistema.

La seguridad de nuestros jóvenes, el derecho a caminar por la calle sin miedo y la paz social que tanto costó construir no pueden seguir supeditados al miedo a decir la verdad o a la corrección política. Es hora de recuperar el control de nuestras calles y recordar que en un Estado de Derecho, la ley no se negocia, se aplica.

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