Las fronteras del eufemismo: por qué no se puede expulsar a nadie si antes no se expulsa la cobardía política
España se enfrenta a una paradoja devastadora: tenemos leyes, pero no tenemos voluntad. Tenemos fronteras, pero no las defendemos. Tenemos una nación, pero la tratamos como si fuera una casa sin puertas ni cerraduras. Y, lo peor de todo, tenemos una clase política que prefiere pedir perdón por aplicar la ley antes que asumir el coste de defenderla.
La palabra “deportación” ha sido demonizada. La pronuncias y enseguida te tildan de xenófobo, racista, ultraderechista o cualquier otro término prefabricado por los laboratorios del buenismo progre. Pero la realidad no cambia por usar palabras suaves. Lo que hoy llaman “retorno asistido” o “expulsión discreta” no es otra cosa que una necesidad nacional urgente: quien entra ilegalmente, debe marcharse. Y quien, aunque legal, agrede, viola o asesina, debe irse también. Rápido, sin complejos y sin pedir disculpas.
Esto no es ideología. Es sentido común. Es defensa de lo nuestro. Porque el Estado está, antes que nada, para proteger a sus ciudadanos. No para dar lecciones morales a costa de su seguridad.
Miremos a nuestro alrededor. En Dinamarca, los socialdemócratas expulsan sin pestañear. En Francia, el Gobierno endurece leyes migratorias mientras refuerza los controles en barrios donde ya no rige la ley francesa, sino la del islamismo callejero. En Reino Unido, el laborismo ha comprendido —al fin— que la inmigración sin freno rompe la cohesión nacional y revienta el contrato social.
¿Y en España? Aquí seguimos atrapados en un teatro semántico. A un inmigrante ilegal reincidente lo llaman “persona vulnerable”. A los barrios donde ya no se habla español, “espacios interculturales”. A los violadores extranjeros, “sujetos con trayectorias difíciles”. Y mientras tanto, el español de a pie ve cómo su barrio se degrada, cómo su seguridad se reduce y cómo su país deja de parecerse al que conoció.
¿Quién protege al ciudadano honrado, al jubilado que no puede salir tranquilo a la calle, a la mujer que ya no denuncia porque no confía en que haya consecuencias? Nadie. Porque el Estado ha sido secuestrado por una ideología débil, acomplejada y suicida, que ha confundido la compasión con la rendición, y la solidaridad con la anarquía.
Y todo esto sucede mientras los datos, cuando se publican sin maquillaje, son clamorosos. Delincuencia importada, reincidencias impunes, menores no acompañados convertidos en bandas callejeras, centros de acogida desbordados. Pero cuidado con decirlo. Cuidado con señalar lo evidente. Porque entonces no eres un ciudadano preocupado, sino un “fascista” en potencia. Así funciona esta dictadura blanda del lenguaje.
Y sin embargo, los españoles están despertando. Según encuestas recientes, más del 70% apoya las expulsiones de ilegales. Y más de la mitad, incluso en la izquierda, apoya la expulsión de extranjeros legales si cometen delitos graves. Lo que la calle ya tiene claro, la política aún no se atreve a asumir.
¿Por qué? Porque gobernar con firmeza da miedo. Porque en este país hace años que se prefiere ofender a la nación antes que molestar a un lobby progre. Porque las élites mediáticas viven en barrios donde la inseguridad es una estadística, no una experiencia. Y porque, en definitiva, se ha perdido el orgullo de defender España como una nación que merece respeto.
Hay que decirlo claro: no es racismo aplicar la ley. No es xenofobia proteger la frontera. No es extremismo deportar a quien no tiene derecho a estar aquí. Lo que sí es extremista es permitir que nos convirtamos en un territorio sin ley ni identidad, en nombre de una multiculturalidad forzada que no ha funcionado en ningún lugar del mundo.
Los que vienen a trabajar, a respetar nuestras normas, a integrarse y a contribuir, siempre serán bienvenidos. Pero los que vienen a vivir del sistema, a delinquir o a imponer su cultura, deben ser expulsados sin miramientos. No dentro de cinco años. No tras mil recursos judiciales. Ahora.
España no necesita más ministerios de la verdad, ni más discursos vacíos, ni más campañas sobre “inclusión”. Necesita recuperar la soberanía, la autoridad y el coraje de decir: hasta aquí. Quien no respeta nuestras leyes, pierde su derecho a quedarse. Y quien no se atreve a hacerlas cumplir, pierde su derecho a gobernar.