Liberalismo: entre la dignidad del individuo y la decadencia del colectivismo moderno
En tiempos donde las ideologías vuelven a vestir el escenario político con ropajes de siglo XIX, resulta oportuno y, por qué no, necesario, detenernos a reflexionar sobre el estado del liberalismo en Europa, y especialmente en España. Esa tradición política e intelectual que durante siglos defendió el valor del individuo, la limitación del poder estatal, la propiedad privada, el imperio de la ley y la libertad de expresión, parece hoy ser una rara avis en un continente que alterna entre el vértigo de los populismos y el confort meloso del estatismo.
Un mapa ideológico difuso: Europa y sus espejismos políticos
Europa, cuna del pensamiento ilustrado, de la Revolución Gloriosa, del liberalismo manchesteriano y del racionalismo jurídico, atraviesa una etapa de cierto desconcierto intelectual. La tradicional división entre izquierda y derecha ha dejado de ser un eje explicativo suficiente. Hoy hablamos de globalistas y soberanistas, de progresistas y reaccionarios, de tecnócratas y tribunos populistas. Las etiquetas se multiplican, pero las ideas, curiosamente, escasean.
En este contexto, el liberalismo clásico —no confundir con el neoliberalismo caricaturizado por tertulianos de sobremesa— ha sido desplazado por proyectos políticos que, con independencia de su bandera, comparten una creciente desconfianza hacia la libertad individual. Tanto desde la izquierda como desde una derecha antiliberal de nuevo cuño, se alzan discursos que buscan someter al individuo al dictado de una “colectividad” superior: sea el Estado, la Nación, el Pueblo, o la Nueva Moral del Progreso.
Por un lado, tenemos a la izquierda europea, cada vez más alejada de la socialdemocracia responsable, que abrazó durante décadas el mercado con rostro humano, y cada vez más próxima a un progresismo identitario que reduce al individuo a su género, raza o sensibilidad emocional. Para esta izquierda, el Estado no es sólo garante del bienestar, sino arquitecto de conciencias. Un Leviatán amable, que tutela desde la cuna al tuit, y que regula no sólo lo que haces, sino lo que piensas. Todo por tu bien, por supuesto.
Por otro lado, en ciertos sectores de la derecha, tradicionalmente aliada del liberalismo en lo económico, asistimos al auge de un conservadurismo iliberal que, si bien defiende valores y raíces —tarea digna—, lo hace al precio de despreciar las libertades civiles y la autonomía individual. Esta derecha quiere orden, pero olvida que el orden sin libertad es una cárcel. Frente al caos del progresismo posmoderno, se responde con rigidez, tradición y autoridad. Es comprensible, aunque preocupante.
En medio de estas dos fuerzas —ambas profundamente colectivistas, aunque en distinto envoltorio— el liberalismo parece haber perdido protagonismo en la esfera pública. Su defensa racional de los derechos individuales, de la libre empresa, de la responsabilidad personal y del Estado limitado, choca con una cultura política que premia la emoción, el victimismo y el subsidio como forma de existencia.
España: la incomodidad liberal en tierra de trincheras
Si en Europa el liberalismo ha sido arrinconado, en España directamente ha sido malinterpretado, vilipendiado o ignorado. Aquí, como en tantas otras cosas, vamos con un siglo de retraso.
La historia política española nunca se caracterizó por una sólida tradición liberal. Lo que en Inglaterra se cocía con Locke y más tarde con Mill, aquí se ahogaba entre pronunciamientos militares, guerras carlistas y un catolicismo político que confundía el orden con la obediencia ciega. El liberalismo español fue siempre débil, elitista y mal comprendido. Sus mejores cabezas —Jovellanos, Giner de los Ríos, Cánovas, Ortega— eran más pensadores que políticos, y más humanistas que gestores. Sus proyectos rara vez cuajaron más allá del ensayo o la tribuna.
Hoy, ser liberal en España es poco menos que ser un excéntrico. El liberalismo es atacado desde la izquierda, que lo identifica automáticamente con el capitalismo salvaje, los recortes y el malvado FMI; y desde sectores conservadores, que lo ven como una rendición ante el relativismo moderno. El resultado es que quien defiende la libertad económica, la libre elección educativa o la limitación del poder del Estado, es tachado de insensible, clasista o, peor aún, “facha”.
Pero lo verdaderamente trágico es que muchos partidos que se autodenominan liberales —o que coquetean con esa palabra cuando conviene— apenas si la entienden. Lo confunden con una suerte de centrismo tecnocrático, aséptico, cómodo. El “liberalismo” como manual de gestión, no como filosofía política. Así, se nos presenta una versión edulcorada del liberalismo: sin conflicto, sin valentía, sin alma. Un liberalismo que no moleste a nadie y que termine por no entusiasmar a nadie tampoco.
El liberalismo que necesitamos (y el que no tenemos)
Un liberalismo auténtico no puede ser equidistante entre el populismo y la razón. No puede ceder ante la dictadura del sentimentalismo ni aceptar sin más el crecimiento infinito del Estado. Debe tener el coraje de decir que no todos los derechos son gratuitos, que no toda desigualdad es injusticia, que no toda protesta es heroica y que la dignidad humana no se reduce a eslóganes.
Debe también ser capaz de defender la libertad sin complejos. La libertad de emprender, de educar a los hijos según las propias convicciones, de elegir un seguro médico privado, de leer lo que uno quiera sin que una oficina de corrección ideológica lo sancione. Porque si algo define al liberalismo clásico es su fe en el individuo como sujeto moral, como agente libre y responsable. No como masa, no como víctima, no como súbdito.
Eso sí, un liberalismo de este tipo exige madurez política y cultura democrática. Requiere ciudadanos que no pidan al Estado que les solucione la vida, sino que exijan al Estado que no se la complique. Requiere políticos con principios, no con encuestas. Requiere, en fin, una ciudadanía dispuesta a pensar por sí misma.
Una defensa sin estridencias
Defender el liberalismo hoy, en España, es como plantar un roble en medio de un campo de amapolas ideológicas. Llevará tiempo, esfuerzo y resistencia. Pero el resultado valdrá la pena.
Porque en una era de promesas vacías y tutelas disfrazadas de derechos, el liberalismo sigue siendo la ideología de los adultos. No ofrece paraísos, ni utopías, ni salvaciones colectivas. Solo promete una cosa: libertad para ser lo que uno quiera ser, dentro de un marco de respeto y responsabilidad. Es decir, lo único verdaderamente digno de ser defendido.
Excelente entrada, me ha gustado mucho leerla. ¡Viva el liberalismo real!
Gracias Jefe!
El liberalismo, como libertad individual, debe ser protegido por el Estado. Puede, asimismo, colaborar con él y crear un sistema de seguridad social que acoja a todos los trabajadores españoles, sin distinción de clase. La iniciativa privada y la estatal deben ir siempre a la par, en beneficio de la economía nacional.
Muy buen trabajo. Una reflexión necesaria y bien articulada.
La iniciativa privada debe ser siempre respetada por el Estado y este colaborar con ella en todos los campos, siempre garantizando una férrea seguridad social para el sector laboral nacional, en vistas a crear una economía justa y sólida. Muy buen estudio, os felicito.